De pequeño fui monaguillo.
Me fascinaban los pasillos interiores de la iglesia: los pasadizos, el coro, el órgano, los armarios con los ornamentos del ceremonial, los inciensos, las ceremonias, la iconografía, los altares, las estatuas…
Ese olor a viejuno que lo impregnaba todo todavía me encanta. Aún hoy vuelvo muchas veces para orar y estar solo.
La sensación de estar en un lugar donde habían pasado generaciones y generaciones de personas buscando su luz —pero que ya no están— me sobrecoge. Cada una con sus propias vidas, a lo largo de los siglos, tratando de encontrar sentido y apoyo en la existencia.
Estudié Derecho porque me ayudaba a vivir en un mundo estructurado y a ayudar a otros. Somos muy salvajes si nos dejan sueltos.
Y fui monaguillo. Fui a catequesis. Entre otras cosas, porque me ayudaba a dar estructura a la espiritualidad.
Con el tiempo entendí que, para mí, ni el derecho ni la religión bastaban por sí solos para responder a las preguntas más profundas. Así que seguí el camino de la psicología transpersonal y de la espiritualidad sin dogmas.
Hoy trabajo en ese espacio entre el sentido, la estructura y lo invisible. Porque, al final, todos —con toga, con sotana o con vaqueros— seguimos buscando lo mismo: una forma de comprender la vida y de habitarla con algo de luz.